Por Jaime G. Mora
Dice Malcolm Gladwell (Fareham, Inglaterra, 1963) que cuando le presentó a su editora la idea para su nuevo libro ella le dijo la cosa más británica que había oído nunca: «¡Muchos tabúes! ¡Me encanta!». Gladwell aborda en «Hablar con extraños» (Taurus, 2020), su sexto libro, temas tan diversos como los engaños de Hitler a Chamberlain en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la infiltración de espías cubanos en el seno de la inteligencia estadounidense, la dificultad de pillar a un pederasta, aun cuando hay pruebas que lo señalan, o por qué la policía de Estados Unidos no es necesariamente racista.
El reportero de «The New Yorker» aplica aquí el mismo método que tan bien le ha funcionado en sus anteriores trabajos: explicar aspectos controvertidos de la realidad a partir de investigaciones científicas y experimentos sociales. Un lenguaje claro y preciso, alejado de tecnicismos, y una decidida voluntad didáctica rematan el método Gladwell. El nexo de unión entre todos los casos que describe en Hablar con extraños tiene que ver con la respuesta a la siguiente pregunta: ¿Por qué no podemos darnos cuenta de que el desconocido que tenemos enfrente nos está mintiendo a la cara? Jueces, policías, espías, políticos. A todos se les da igual de mal detectar la mentira; nada hay tan humano como no pillar a un mentiroso.
El de Chamberlain es un caso de manual. Ante la imparable escalada bélica de Hitler y viendo que apenas ningún líder mundial lo había conocido personalmente, el ex primer ministro británico concertó una cita con el canciller, que lo convenció de que lo único que quería era apoderarse de los Sudetes. En un segundo encuentro incluso firmó un papel garantizando que sus ambiciones se limitaban a Checoslovaquia. «Ahora cada uno de nosotros entiende a la perfección qué hay en la mente del otro», dijo a los británicos un triunfal Chamberlain, que se jactaba de haber asegurado la paz: «Ahora, os recomiendo que os vayáis a casa y durmáis plácidamente en vuestras camas». Once meses después, Hitler invadió Polonia.
Chamberlain incurrió en el sesgo de veracidad: «La hipótesis de la que partimos es que la gente con la que tratamos es sincera –explica Gladwell–. Crees a alguien no porque no tengas dudas sobre ellos. Creer no implica ausencia de dudas. Se cree a alguien porque no se tienen dudas suficientes acerca de esa persona. La pregunta adecuada es: ¿Había suficientes indicios para ir más allá del umbral de confianza? Si no los había, entonces, al optar por la veracidad, solo se estaba siendo humano».
Les pasa también a los espías, incluso en los todopoderosos Estados Unidos, que han protagonizado fracasos tan rotundos como el de Ana Montes. Así se llama la mujer que durante años, mientras subía en el escalafón de la inteligencia estadounidense, informaba a Cuba de todo lo que se proponía el archienemigo. Durante ese tiempo llegó a ser condecorada en persona por Fidel Castro. La Reina de Cuba no era especialmente brillante y hubo quien dudó de ella, pero solo fueron capaces de atar cabos cuando fue descubierta.
«Funcionaron bajo el supuesto de que estaba diciendo la verdad y, casi sin darse cuenta, cuadraron todo lo que ella había dicho con esa hipótesis inicial –explica Gladwell–. Necesitamos un disparador para salir del sesgo de veracidad». Es lo que ocurre cuando se trata de descubrir a un pederasta. «Las dudas no son enemigas de la creencia, son sus compañeras»: las primeras sospechas rara vez son suficientes.
Hay un segundo herramienta que usamos para juzgar a los desconocidos: la transparencia. «Cuando no conocemos a alguien, creemos que podemos discernir quién es a través de su comportamiento y de su conducta», dice Gladwell. Pero esta idea es un mito. Juzgar la sinceridad de las personas basándonos en su comportamiento no funciona, ni siquiera a los jueces. Un estudio indica que, como promedio, solo identifican de forma correcta a los mentirosos un 54 por ciento de las veces, apenas algo mejor que por casualidad.
El tercer elemento estudiado en «Hablar con extraños» es el del acoplamiento, esto es, tratar de entender al desconocido por el universo en el que se mueve. Si la policía de Kansas City logró atajar la alta criminalidad en esta zona caliente durante los años 90, cuenta Gladwell, no fue solo porque los agentes ignoraron la tendencia natural al sesgo de veracidad y se aplicaron con contundencia en la búsqueda de armas, sino porque se desplegaron en un lugar y en un contexto que lo posibilitaban.
Cuando la policía ha exportado este modelo al resto del país sin tener en cuenta las distintas particularidades, ha derivado en acusaciones de abuso de autoridad o los diecisiete días consecutivos de disturbios de Ferguson, tras la muerte de un joven afroamericano por los disparos de un agente.
Un trabajo policial agresivo conlleva riesgos para la legitimidad de la autoridad del mismo modo que una sociedad en la que todo el mundo desconfiara de los demás se hundiría. Aunque necesitamos a gente que sepa desactivar peligros como el de Hitler, normalmente se suele decir la verdad: «Lo que obtenemos a cambio de ser vulnerables a una mentira ocasional es una comunicación eficiente, así como coordinación social».
Si el mundo funciona, si tenemos la capacidad de socializar o de hacer que la economía avance, es porque presuponemos que la gente es sincera. Los beneficios son enormes.
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