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Hace tiempo que quiero hacer esto. No se trata de miedo ni de sentido común, sino de elegir el momento o de perder la paciencia. Pero no importa, puedo convertir esto en un ejercicio de conciencia… Conciencia que muchos no tienen tranquila. Este es el comienzo de mi columna semanal.
Mi tema no es la política, no porque no me interese, pues me apasiona. Cuando me refiero a que no es mi tema, lo hago con la idea de dejar bien claro que cada mañana y cada noche, antes de irme a dormir, sí leo las noticias, a diferencia de las bestias carroñeras que viven de «expresarse» y calentarse a costa del desconocimiento.
Tal vez esta sea una de las razones por las que soy crítica desde afuera y por la que me di cuenta temprano de que vivíamos un sueño.
No quiero caer en la trampa de hablar del ’59, de la diáspora o del trabalenguas que ya al mundo no le interesa. Comencemos por reconocer que nosotros mismos nos hemos embargado… Pero hay un enlace inevitable con el momento histórico que nos dejó a merced de un saco de conflictos que hasta la actualidad no hemos sabido remediar.
Siempre he pensado que, a pesar de que Cuba de alguna manera (y no necesariamente en formato civil…) esté presente en ese país, no nos da derecho a la protesta por encima de sus propios afectados.
Con tristeza tengo que oír y tengo que leer basura. Y es la misma tristeza que me hace pensar en la manera en la que el cubano vierte su ira frustrada en cada evento que destapa lo que podría hacerse pero que no se hace en el patio de la casa, que hace mucho tiempo que dejó de ser particular. Ni nunca se hará. Es la perfecta proyección. Cada una de estas acciones seudorrebeldes nos limp las manos y la conciencia.
A mí me duele mi país. País que nunca a nadie le ha dolido. Ni a nosotros mismos. Porque los que nos fuimos tenemos la responsabilidad moral de haberlo dejado atrás. No hay derecho. Ni personal ni universal. Los que nos fuimos… tuvimos la suerte de elegir.
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