
En política, identificarse con el centro es como declararse no binario: ni un sexo ni otro. Es una posición ambigua, equívoca, que se mueve entre la honestidad y la deshonestidad, entre Cristo y el anticristo. Es, en esencia, la nada misma. Pero una nada funcional al mal, útil a los intereses de la hipocresía y al negocio democrático, convertido hace tiempo en una caricatura grotesca de sí mismo.
El centro piensa siempre desde lo formal, adornado con la estética mejorada de los zurdos. Porque si la izquierda es Satanás encarnado, el centro es su traje de gala. Son buenos, sí, pero buenos al estilo de los cultores del buenismo claudicante, del dialoguismo cómplice, de la tolerancia unidireccional, siempre orientada hacia la izquierda. Viven sin convicciones, sin ideologías, sin valores morales.
Los agentes del centro son colectivistas disfrazados. Se adhieren con docilidad a las agendas del wokismo, y bailan cualquier rumba extremista vestidos de rosa. Son travestis del pensamiento: transitorios, fluidos, camaleónicos… continuidad necesaria del socialismo.
Pero si hay algo peor, es el extremo centro. Esa criatura híbrida es la estupidez con esteroides, limitada intelectualmente, con lengua enredada y discurso aguado. Es como un arroz sin sal, una geisha torpe sin atractivos. Se victimiza como la izquierda, intenta hablar como la derecha, pero su voz no resuena, no conmueve, no persuade. Es pobre culturalmente, mentiroso por naturaleza y corrupto por conveniencia.
El extremo centro es oportunista. Vive del sudor de los demás y convierte el mal arte del burócrata en un estilo de vida. Su talento es nadar siempre en aguas tranquilas. Cobarde, se refugia en ejércitos de mediocres, funcionales a sus intereses mezquinos. No se enfrenta al debate de ideas; no combate al adversario: lo ignora o lo maquilla. No es oposición, es extensión del mal, vestida de neutralidad.
No propone soluciones, solo curitas. No reforma, apenas maquilla. Su verdadera función es sostener lo inevitable, disfrazándolo de transición, de diálogo, de consenso.
“A los tibios los vomita Dios.”
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